A mi lado estaba
moviéndose algo enorme, un enorme altar del ancho de toda una avenida,
del alto de un par de camiones, era de hierro macizo pero pintado de color rojo. En su centro había un hombre corpulento con los brazos abiertos mirando el cielo y conjurando unos canticos. Llevaba una capa roja y colgaba cientos de joyas doradas por ella.
del alto de un par de camiones, era de hierro macizo pero pintado de color rojo. En su centro había un hombre corpulento con los brazos abiertos mirando el cielo y conjurando unos canticos. Llevaba una capa roja y colgaba cientos de joyas doradas por ella.
El altar estaba
movido por todo una marea de criaturas maléficas, detrás del altar le seguía
toda una procesión de seres infames, caminaban como zombis atraídos por el cántico de su chamán.
Con los canticos
del chamán la ciudad se desgarraba, a los lados de la procesión todo explotaba,
surgían a cada rato unas esferas amarillas en los cimientos de los edificios,
explotaban y podía ver los cimientos volar.
Llegue a la parte
de la ciudad más antigua, las calles eran estrechas, las casas de piedra y las
puertas de madera restaurada. Paré mi carrera cuando escucho de otra calle la
discusión de dos policías, decía que no se podían permitir ver a nadie fuera,
había una plaga que no debía pasar a la ciudadanía. Sabía que si me cogían no
quedaría sin castigo.
Me escapo de la
ciudad, corro desesperado por los prados de las afueras, choco con varios
cierres de alambres, me caigo cada poco pero mi alcanzo mi objetivo de alcanzar
la cima.
En ella me
encuentro a un hombre, también escapaba, no de las explosiones, ni de la
policía. Escapa de los animales, todos los animales de la zona se han
infectado.
Empezamos a caminar
hacia una cabaña moderna que conoce el hombre. En el camino empezamos a notar
la presencia, nos estaban rodeando, un rebaño enorme de ovejas, cabras, hasta
los propios lobos, mirándonos agachando la cabeza con una mirada siniestra.
Caminaban acercándose lentos y torpes como en la procesión.
Nos damos metido
dentro de la cabaña, más bien era un cubículo de un metro cuadrado con un par
de estanterías. El hombre busca en ellas un espray para echarles a los
animales.
Yo miro fuera
intentando ahuyentarles, cuándo están cerca de mi veo algo diferente en sus
pelajes, su piel se ha convertido en arena, arena gruesa y fácil de deshacer
como la que forma una pastilla de la lavadora, el color era blanco y azul.
Cuando los cráneos
de esos animales ya estaban a punto de hacerme un saludo esquimal, el hombre
saco su espray y los roció un poco.
El antinodo se
expandió, los animales aún quedaron perplejos sin reaccionar, su pelaje natural
también se recuperó.
Él se sienta en el
cuarto a descansar y entonces yo saco una sartén con una tortilla de patatas
cocidas recién calentada, “esta tortilla la hice de la oveja que tenía aquí al
lado, vamos probarla a ver como esta”.
El sin decir
palabra me dice que no por miedo a que persista algún resto de la peste dentro,
yo sin embargo arranco un trozo y a la boca.
FIN
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