01/01/16

La procesión de la destrucción


Es de noche, me encuentro en la parte nueva de una ciudad, anchas calles, modernos edificios y un entorno prefabricado.

A mi lado estaba moviéndose algo enorme, un enorme altar del ancho de toda una avenida,

del alto de un par de camiones, era de hierro macizo pero pintado de color rojo. En su centro había un hombre corpulento con los brazos abiertos mirando el cielo y conjurando unos canticos. Llevaba una capa roja y colgaba cientos de joyas doradas por ella.

El altar estaba movido por todo una marea de criaturas maléficas, detrás del altar le seguía toda una procesión de seres infames, caminaban como zombis atraídos por el cántico de su chamán.

Con los canticos del chamán la ciudad se desgarraba, a los lados de la procesión todo explotaba, surgían a cada rato unas esferas amarillas en los cimientos de los edificios, explotaban y podía ver los cimientos volar.


Alucinado permanecí varios minutos, después empecé a correr.

Llegue a la parte de la ciudad más antigua, las calles eran estrechas, las casas de piedra y las puertas de madera restaurada. Paré mi carrera cuando escucho de otra calle la discusión de dos policías, decía que no se podían permitir ver a nadie fuera, había una plaga que no debía pasar a la ciudadanía. Sabía que si me cogían no quedaría sin castigo.

Me escapo de la ciudad, corro desesperado por los prados de las afueras, choco con varios cierres de alambres, me caigo cada poco pero mi alcanzo mi objetivo de alcanzar la cima.

En ella me encuentro a un hombre, también escapaba, no de las explosiones, ni de la policía. Escapa de los animales, todos los animales de la zona se han infectado.

Empezamos a caminar hacia una cabaña moderna que conoce el hombre. En el camino empezamos a notar la presencia, nos estaban rodeando, un rebaño enorme de ovejas, cabras, hasta los propios lobos, mirándonos agachando la cabeza con una mirada siniestra. Caminaban acercándose lentos y torpes como en la procesión.

Nos damos metido dentro de la cabaña, más bien era un cubículo de un metro cuadrado con un par de estanterías. El hombre busca en ellas un espray para echarles a los animales.

Yo miro fuera intentando ahuyentarles, cuándo están cerca de mi veo algo diferente en sus pelajes, su piel se ha convertido en arena, arena gruesa y fácil de deshacer como la que forma una pastilla de la lavadora, el color era blanco y azul.

Cuando los cráneos de esos animales ya estaban a punto de hacerme un saludo esquimal, el hombre saco su espray y los roció un poco.

El antinodo se expandió, los animales aún quedaron perplejos sin reaccionar, su pelaje natural también se recuperó.

Él se sienta en el cuarto a descansar y entonces yo saco una sartén con una tortilla de patatas cocidas recién calentada, “esta tortilla la hice de la oveja que tenía aquí al lado, vamos probarla a ver como esta”.

El sin decir palabra me dice que no por miedo a que persista algún resto de la peste dentro, yo sin embargo arranco un trozo y a la boca.


FIN